Ya hace años que la Real Academia decidió por decreto eliminar del uso y de la norma la palabra “señorita”. De momento, en vano. Los señores de cierta edad o de cierta indumentaria (léase traje y corbata) siguen llamando a las mujeres “señora” o “señorita” previa evaluación de su posible edad o estado civil. Y, por lo menos, no te preguntan como hace años “¿señora o señorita?” para averiguar si eres casada o soltera, y aún menos mal, como hace décadas, si respondías “señorita” (educadamente y en lugar de un merecido “¿y a usted que le importa?”), si respondías “señorita”, “será porque usted quiere”. Esto daría para otro artículo, porque este cumplido significaba que tu belleza y prestancia no merecían quedarse en la tan despreciada “soltería” (despreciada solo cuando afectaba a la mujer, “solterona”, frente al hombre, siempre “soltero de oro”).
Las señoras también, y sobre todo si son de cierta edad, siguen usando el término “señorita”, abusiva y compulsivamente, al referirse a las vendedoras, cajeras o similares, aunque sean muy mayores, pobrecillas. Imagínome llamando “señorito” al bien trajeado caballero que atiende la sección de hombres del Corte Inglés...
Y los chavales siguen llamando “seño” o “señorita” a sus profesoras, pero ese es otro tema. Lo curioso es que también fuera del ámbito escolar siguen haciendo diferencias. Y se asombran si les explicas que “señorita”, “mademoiselle”, “fraulein” y demás se ha eliminado de las respectivas normativas lingüísticas de los países de Europa.
Pero no es este el tema. El tema es que la lengua es el vivo retrato del hablante. Y por lo que yo observo a mi alrededor, he de decir...
... que a veces, bastantes veces, oigo decir “señora” con cierto tono despectivo.
... que nunca, absolutamente nunca, oigo decir “señorita” en ese tono, precisamente.
... que jamás se escucha “señor” con matices despreciativos.
... y que “señorito”, siempre, se dice de esa manera.
Porque ocurre que: “señorito” nunca ha sido una palabra que se diferencie de “señor” por semas relativos a edad o estado civil. Esa palabra ha aludido a un status social privilegiado y de escasa actividad laboral, que terminó por considerarse despreciable.
Porque ocurre que “señorita” ha implicado siempre una denotación de mujer joven y deseable, y se ha utilizado incluso con intención de cumplido al utilizarla con mujeres que ya eran un poco maduritas... (provocando el sonrojo, síntoma de decencia, los aspavientos que eran la respuesta en los antiguos y elaboradísimos códigos de ligoteo)...
Porque ocurre que decir “señor” siempre ha supuesto valorar al interlocutor, especialmente. Lo ha usado el mayordomo con el amo, lo ha usado el o la joven con el anciano, ha servido para valorar en la alocución la prestancia del caballero...
Pero... la palabra “señora” la he escuchado de todas las maneras. Y voy a contar una anécdota:
Estaba yo embarazada de mi hijo Daniel. De siete u ocho meses. Muy ostensible el embarazo, vamos. Había perdido o me habían robado mi Visa, y yo había solicitado una nueva en el banco. Al intentar recogerla, habiendo en la sucursal una cola de veinte metros al menos, el obsequioso empleado de banca no la ubicaba en el lugar correspondiente.
- Estará a nombre de su marido.
- Imposible, la Visa es mía, no es una tarjeta asociada.
Otro vano intento de búsqueda. El hombre mira por detrás de mi hombro izquierdo, calculando mentalmente la longitud de la fila de clientes expectantes. De regreso, la mirada sigue la curva de mi pronunciada barriga y parece impacientarse.
- No figura. ¿Seguro que no puede haber sido enviada a nombre de su marido?
- No, no, la cuenta está solamente a mi nombre.
Al escuchar esto, ya me dispara la mirada brevemente, de abajo arriba (está sentado), por encima de las gafas y del mostrador de mármol, y se levanta, como buscando aliados entre los evidentemente molestos clientes que esperan... y suelta...
- Se-ño-ra (léanse todas las sílabas como tónicas), la tarjeta no está aquí. Es evidente que tiene que haber llegado a nombre de su marido.
- La palabra “señora” sonó como un escupitajo. Yo miré a mi alrededor, miré a los circundantes o mejor, coli-ndantes, que impacientes parecían darle la razón (julio, mediodía...).
Me armé de valor. Miré fijamente al empleado. Traté de mirar también al mismo tiempo a mis pacientes colistas. Y dije despacito pero alto, acariciándome tranquila el bombo:
-Verá usted, es imposible que la tarjeta haya llegado a nombre de mi marido por la sencilla razón de que soy SOL-TE-RA.
Ni que decir tiene que la tarjeta apareció a los cinco minutos.
Y es que ocurre que en muchas ocasiones la palabra “señora” es sinónimo, para el que la pronuncia, de discapacitada psíquica. Implica varios semas: maruja, negada tecnológica, incapaz de comprender cualquier término científico, judicial o médico.
Sobre el término “maruja”, no hay mucho que decir. Si alguien pregunta por la “señora” de la casa es porque trata de venderte algo, y, ya se sabe, tenemos menos resistencia al hostigamiento o somos más proclives al consumismo.
Otro caso: te falla la batería del vehículo. Es más frecuente que eso nos pase a nosotras, porque nuestro parque móvil suele ser (ya cada vez menos, gracias a la divinidad y a nuestro esfuerzo) más antiguo y de menos caballaje que el de nuestros maridos. Pero si a un hombre se le para el coche en un lugar inconveniente, todo el mundo tiende a pensar que se trata de una grave avería, un imponderable. Si le ocurre a una mujer, que se le ha calado, por torpe. Así que se detendrán a auxiliar al caballero, pero obsequiarán con sonoros pitidos a la “se-ño-ra”, y pasarán de largo. Menos mal que existe Mapfre.
Por supuesto, el caballero que ejerce cualquier profesión como las antes mencionadas tratará con más condescendencia a las pobres “señoras”, nos explicará más las cosas.
Pero hay algo peor: ya que nos reducen al ámbito doméstico, en el que parece que sí, que por fin, somos suficientemente competentes, pues resulta que en ese mismo ámbito, ELLOS son mejores. Son mejores los hombres como cocineros (no te fastidia, cobran y no soportan los gustos encontrados y discrepantes de la familia, o bien son alabados por el público en general cuando hacen una paella fuera de casa, para lo que has tenido tú que limpiar y preparar hasta el último de los ingredientes; o bien fríen un huevo ensuciando toda la cocina y tú, con enorme fe en el futuro de la raza humana, les das las gracias para que no pierdan la costumbre y vayan aprendiendo...), son la leche como peluqueros, aparecen en los anuncios con sus limpiadores demostrando a las pobres “señoras” que han limpiado muy, muy mal y que llegan a salvarlas con el producto milagroso que las va a dejar embobadas de gusto...
En fin, que pocas veces me gusta que me llamen señora, la verdad. Y no es porque al hacerlo evalúen mi edad, no. Es porque evalúan, las más de las veces, mis capacidades.
Las señoras también, y sobre todo si son de cierta edad, siguen usando el término “señorita”, abusiva y compulsivamente, al referirse a las vendedoras, cajeras o similares, aunque sean muy mayores, pobrecillas. Imagínome llamando “señorito” al bien trajeado caballero que atiende la sección de hombres del Corte Inglés...
Y los chavales siguen llamando “seño” o “señorita” a sus profesoras, pero ese es otro tema. Lo curioso es que también fuera del ámbito escolar siguen haciendo diferencias. Y se asombran si les explicas que “señorita”, “mademoiselle”, “fraulein” y demás se ha eliminado de las respectivas normativas lingüísticas de los países de Europa.
Pero no es este el tema. El tema es que la lengua es el vivo retrato del hablante. Y por lo que yo observo a mi alrededor, he de decir...
... que a veces, bastantes veces, oigo decir “señora” con cierto tono despectivo.
... que nunca, absolutamente nunca, oigo decir “señorita” en ese tono, precisamente.
... que jamás se escucha “señor” con matices despreciativos.
... y que “señorito”, siempre, se dice de esa manera.
Porque ocurre que: “señorito” nunca ha sido una palabra que se diferencie de “señor” por semas relativos a edad o estado civil. Esa palabra ha aludido a un status social privilegiado y de escasa actividad laboral, que terminó por considerarse despreciable.
Porque ocurre que “señorita” ha implicado siempre una denotación de mujer joven y deseable, y se ha utilizado incluso con intención de cumplido al utilizarla con mujeres que ya eran un poco maduritas... (provocando el sonrojo, síntoma de decencia, los aspavientos que eran la respuesta en los antiguos y elaboradísimos códigos de ligoteo)...
Porque ocurre que decir “señor” siempre ha supuesto valorar al interlocutor, especialmente. Lo ha usado el mayordomo con el amo, lo ha usado el o la joven con el anciano, ha servido para valorar en la alocución la prestancia del caballero...
Pero... la palabra “señora” la he escuchado de todas las maneras. Y voy a contar una anécdota:
Estaba yo embarazada de mi hijo Daniel. De siete u ocho meses. Muy ostensible el embarazo, vamos. Había perdido o me habían robado mi Visa, y yo había solicitado una nueva en el banco. Al intentar recogerla, habiendo en la sucursal una cola de veinte metros al menos, el obsequioso empleado de banca no la ubicaba en el lugar correspondiente.
- Estará a nombre de su marido.
- Imposible, la Visa es mía, no es una tarjeta asociada.
Otro vano intento de búsqueda. El hombre mira por detrás de mi hombro izquierdo, calculando mentalmente la longitud de la fila de clientes expectantes. De regreso, la mirada sigue la curva de mi pronunciada barriga y parece impacientarse.
- No figura. ¿Seguro que no puede haber sido enviada a nombre de su marido?
- No, no, la cuenta está solamente a mi nombre.
Al escuchar esto, ya me dispara la mirada brevemente, de abajo arriba (está sentado), por encima de las gafas y del mostrador de mármol, y se levanta, como buscando aliados entre los evidentemente molestos clientes que esperan... y suelta...
- Se-ño-ra (léanse todas las sílabas como tónicas), la tarjeta no está aquí. Es evidente que tiene que haber llegado a nombre de su marido.
- La palabra “señora” sonó como un escupitajo. Yo miré a mi alrededor, miré a los circundantes o mejor, coli-ndantes, que impacientes parecían darle la razón (julio, mediodía...).
Me armé de valor. Miré fijamente al empleado. Traté de mirar también al mismo tiempo a mis pacientes colistas. Y dije despacito pero alto, acariciándome tranquila el bombo:
-Verá usted, es imposible que la tarjeta haya llegado a nombre de mi marido por la sencilla razón de que soy SOL-TE-RA.
Ni que decir tiene que la tarjeta apareció a los cinco minutos.
Y es que ocurre que en muchas ocasiones la palabra “señora” es sinónimo, para el que la pronuncia, de discapacitada psíquica. Implica varios semas: maruja, negada tecnológica, incapaz de comprender cualquier término científico, judicial o médico.
Sobre el término “maruja”, no hay mucho que decir. Si alguien pregunta por la “señora” de la casa es porque trata de venderte algo, y, ya se sabe, tenemos menos resistencia al hostigamiento o somos más proclives al consumismo.
Otro caso: te falla la batería del vehículo. Es más frecuente que eso nos pase a nosotras, porque nuestro parque móvil suele ser (ya cada vez menos, gracias a la divinidad y a nuestro esfuerzo) más antiguo y de menos caballaje que el de nuestros maridos. Pero si a un hombre se le para el coche en un lugar inconveniente, todo el mundo tiende a pensar que se trata de una grave avería, un imponderable. Si le ocurre a una mujer, que se le ha calado, por torpe. Así que se detendrán a auxiliar al caballero, pero obsequiarán con sonoros pitidos a la “se-ño-ra”, y pasarán de largo. Menos mal que existe Mapfre.
Por supuesto, el caballero que ejerce cualquier profesión como las antes mencionadas tratará con más condescendencia a las pobres “señoras”, nos explicará más las cosas.
Pero hay algo peor: ya que nos reducen al ámbito doméstico, en el que parece que sí, que por fin, somos suficientemente competentes, pues resulta que en ese mismo ámbito, ELLOS son mejores. Son mejores los hombres como cocineros (no te fastidia, cobran y no soportan los gustos encontrados y discrepantes de la familia, o bien son alabados por el público en general cuando hacen una paella fuera de casa, para lo que has tenido tú que limpiar y preparar hasta el último de los ingredientes; o bien fríen un huevo ensuciando toda la cocina y tú, con enorme fe en el futuro de la raza humana, les das las gracias para que no pierdan la costumbre y vayan aprendiendo...), son la leche como peluqueros, aparecen en los anuncios con sus limpiadores demostrando a las pobres “señoras” que han limpiado muy, muy mal y que llegan a salvarlas con el producto milagroso que las va a dejar embobadas de gusto...
En fin, que pocas veces me gusta que me llamen señora, la verdad. Y no es porque al hacerlo evalúen mi edad, no. Es porque evalúan, las más de las veces, mis capacidades.
No sé si me explico.
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